Uno de los puestos que habitualmente vende flores en la plaza Bibarrambla de Granada se ha
convertido desde hace unos meses en una instalación artística. Es bibrramblabookburning, de Rogelio López Cuenca, la primera de las propuestas que se sucederán a lo largo del año dentro del Proyecto Kiosko, una iniciativa del Centro Guerrero, el Ayuntamiento de Granada y JCDecaux para llevar el arte
a la calle. La obra de López Cuenca puede pasar desapercibida para quienes tengan prisa o estén demasiado acostumbrados a la publicidad, pero los carteles que forran el kiosko no publicitan nada, excepto la propia historia de la emblemática plaza.
En esta plaza el Cardenal Cisneros mandó quemar cinco mil libros en 1499, y se llegó a llamar Arco de las Orejas y Puerta de las Manos por ser el escenario preferido para el ahorcamiento público y la mutilación de los ajusticiados. Ahora el Ayuntamiento cede uno de sus kioskos para hacer arte. Tu propuesta es una denuncia de la censura y el machismo salvaje medieval, pero también es una crítica contemporánea, pues con ella se pone en evidencia que la lógica neoliberal ha eclipsado el uso público de la plaza. Sin embargo, tu obra es un ejemplo de excepción: esa lógica sí deja espacio para elaborar bibrramblabookburning, donde no se vende nada.
En efecto, podemos hacer una lectura positiva de ese progreso. Cuando Freud se enteró de que los nazis habían quemado sus libros públicamente apostilló, aliviado: «en la edad media me habrían quemado a mí». La ironía del comentario está de un modo similar presente en este proyecto: no dejamos de agradecer el adelanto que significa que ya no se realicen determinadas ceremonias, pero señalamos que el hecho de que no tengan lugar en público no significa que hayan desaparecido, sino que se han transformado y adaptado de modo que no «ofendan a la sensibilidad» propia de nuestro tiempo y lugar.
La lógica neoliberal aspira a la mercantilización de la existencia en su totalidad, cierto, pero también
se caracteriza por su extrema flexibilidad, no es una apisonadora contra los deseos de la gente sino que, al contrario, está muy atenta a ellos para ofrecer su satisfacción mediante el consumo de productos ad hoc; y manipulando esas subjetividades para ponerlas a trabajar en el sentido y en la dirección de sus intereses: be water, my friend.
Es ahí, en esa capacidad acomodaticia, como se entiende que sea capaz de incorporar actividades
no productivas. O no del modo al uso, evidente e inmediato, contante y sonante, que es el que te ha hecho observar que el kiosko «no vende nada». El kiosko está cerrado, sí, pero utiliza un espacio comercial: el de la publicidad.
Esto subraya también otro asunto que cierta mitificación de la idea del arte en la calle (el cliché de la «liberación» de las limitaciones de las galerías y los museos) con frecuencia ignora: el espacio que todavía llamamos público está sometido a un litigio permanente entre los objetivos e intereses del mercado, del Estado y de, si quieres, lo que queda fuera, lo otro, el resto. Entender que se actúa en medio de esas tensiones me parece que tiene que ser un punto de partida indispensable.
Hay que reconocer la inteligencia del sistema, que hace continuamente «concesiones» a las ideologías que se oponen a él para demostrarnos que él es el único sistema donde tienen cabida. Asumiendo que es esa lógica del cinismo la que entra en juego, y asumiendo la
paranoia consecuente, ¿no piensas que tu propuesta puede ser utilizada a favor de esa idea que argumenta que el sistema no es tan malo, que no aspira a mercantilizar la existencia en su totalidad, a pesar de que la propuesta, en parte, trate de desenmascarar ese hecho?
Me parece que esas cesiones no son del todo, o no solo, interesadas –en en sentido de hacer alarde de liberalismo y tolerancia– sino que tienen un carácter estructural: se cede por un lado, pero ese poder no se pierde, el control se desplaza a otra zona y bajo otras formas. El sistema, es cierto, es una máquina de digerir resistencias y críticas, y de utilizar esa energía y esas ideas para su propia expansión. Pero eso no tiene que conducirnos inexorablemente al cinismo. Al contrario, hay que empezar por tener clara conciencia de las condiciones de la partida, y de las limitaciones de nuestra posición (me refiero a la práctica artística con conciencia de su dimensión política), pero también de
sus oportunidades.
Y fíjate que no creo que en su tiempo fuera tan evidente la monstruosa maldad dela Inquisición –salvo para sus más directas víctimas–, ni en el caso del esclavismo ni de la caza de brujas… esa
naturalidad con que la ideología-ambiente impregna nuestra percepción del mundo no ha variado tanto (sus formas y vehículos, sí, claro) pero eso precisamente es la constatación tanto de la posibilidad de (por lo menos de cierta) emancipación como de la progresiva complejización de los modos del dominio. A mediados de los años 80 estuvo Chomsky en Madrid y en una entrevista dejó caer algo a lo que quizá no se le prestó la atención que merece: «A menos que logremos construir un movimiento popular lo suficientemente sofisticado, solo lograremos posponer el desastre».
¿Y lo estamos consiguiendo? ¿Estamos creando un movimiento popular lo suficientemente sofisticado como para contener ese desastre?
Seguramente a todos nos parezca que la contradicción fundamental en ese enunciado se encuentre en el emparejamiento entre «popular» y «sofisticado». Un oxímoron. El término «popular» ha sido desplazado con mucho éxito a significar «aquello que el pueblo consume», lo que se produce expresamente para ser consumido a gran escala; hasta se utiliza como eufemismo en lugar de «barato» por la publicidad comercial. En esa operación se ha expropiado su significado de «lo propio del pueblo», lo producido común y anónimamente, lo que va «por abajo». A pesar de la infravaloración inducida desde las élites, la creatividad colectiva de la gente tiene una potencialidad enorme en términos de complejidad y sofisticación.
El problema me parece que se encuentra más en la idea de «movimiento» entendido como organización. Sé que es un insistente ritornello, cíclico, el que llama a la unidad en torno a una idea, un programa, un objetivo, o hasta un líder… pero la larguísima nómina de tentativas fracasadas y de ilusiones frustradas nos proporciona elementos más que suficientes para identificar e interpretar el terreno y las reglas del juego –y sus trampas–. El acceso a las instituciones no me parece sino uno de los campos de batalla, ni siquiera el más importante ni prioritario. Creo que desde muy diversos sitios se esbozan situaciones donde no se reproduce la lógica del capital, donde se impugna o se desborda el marco único de la ganancia y de la mercancía, son grietas en el tejido de la dominación, que en su extensión y multiplicación (y en su debilitamiento y desaparición, y su nacer de nuevo para crecer de otro modo) plantean ya alteridades, alternativas, rupturas tan dinámicas como flexible es la bestia.
No me parece tan importante una respuesta sino el diálogo mismo, el proceso: ahí se encuentra ya la experiencia de que se puede hacer más allá de lo que existe ahora mismo.
¿Crees que la plaza sigue teniendo algo de intocable, que sigue siendo de alguna forma el lugar de «control» político y que por ello no ha sido nunca el escenario de las protestas del 15-M?
Mi primera impresión es la contraria: el 15-M escogió la plaza del Carmen por estar situada frente al emblema del poder político institucional en la ciudad –es una plaza política (Gallego Burín la
despreciaba por esa razón: «No ha sido más que eso: una plaza política, o mejor, de políticos»)– en lugar de la plaza-escenario que era Bibarrambla, donde el poder se desplegaba de una manera espectacular y vinculada al ocio (toros, justas, Corpus, procesiones, autos de fe…); además de presentar Bibarrambla actualmente hasta dificultades de acceso en determinadas zonas, debido a la sobreocupación del espacio por parte de las terrazas de bares y restaurantes, negocios en los que se percibe una especialización en torno al turismo, todo lo cual hace que el carácter público, cercano, vecinal, de la plaza se vea debilitado.
A la hora de plantear un proyecto de intervención en el kiosko, la idea básica ha sido la de abrir un diálogo con el lugar, aludiendo a los usos históricos de la plaza y a su deriva actual, pero teniendo siempre en cuenta que no hablamos desde fuera sino que nos encontramos dentro, en el interior de ese espacio, tanto física como simbólicamente. Y como una inserción en medio de todo ese «ruido», estos textos e imágenes pretenden funcionar como una especie de contra-monumento, impugnando los rasgos habituales del género (unicidad, superioridad, nobleza de materiales, voluntad de permanencia) planteándose como un «memorial intermitente», en el sentido de que se trata de un trabajo cambiante, donde cada quince días (a la manera de las novelas por entregas) se transforma completamente, construyéndose así una narración que normalmente solo va a ser vista y leída de modo más o menos accidental por quien «pasa por allí», y de manera fragmentaria, lo que debe incitar a una implicación activa por su parte.
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