APERTURA EN NEGRO
El viernes pasado se inauguró en el Centro Guerrero el comienzo del nuevo curso con la celebración de una serie de acciones artísticas. De carácter claramente multidisciplinar, las actividades giraban en torno a la vitalidad del negro y pretendían ser un prólogo a la próxima exposición de José Guerrero, The Presence of Black.
19:00 En la entrada y el hall, la recepción viene de la mano de las proyecciones visuales del Colectivo Miga y del artista sonoro Marcos Muniz. Por momentos, los oídos de los presentes son zarandeados por un sonido que recuerda las instalaciones sonoras de la gran Maryanne Amacher (alguien a mi
lado se hurga con un dedo, completamente seguro de haber tenido un himen en el martillo o el yunque, hace un instante). A las ocho me dirijo a la tercera planta para escuchar y ver a Mónica Francés y Jesús Hernández.
Al subir vemos a Iván Izquierdo, artista acostumbrado a los soportes murales, que va a realizar
durante las siguientes horas una obra en directo sobre una de las paredes de la segunda. Acaba de empezar. Por el momento ha pintado el esbozo de una especie de huevo o de crisálida.
20:10 La gente se ha sentado ya por el suelo y Francés, acompañada al piano de Hernández, comienza su Acción poética, una mezcla de recital poético y teatro que deja a la mayoría de los presentes bastante sorprendidos. Quizá sea por la calidad de algunos poemas, por la extraordinaria dicción de Francés o por su –paradójica o no– inconmensurable presencia en el escenario. O porque esta ciudad, que tanto ha ejercido el proselitismo de una poesía que ha confundido la palabra no afectada con la palabra muerta, quizá necesitaba que cambiara de una vez el concepto de recital poético. Que nos olvidáramos de esa tradición de butaca, aire viciado y silencio expectante para escuchar al poeta de siempre mientras contemplamos el artesonado mineral de un histórico edificio. Al menos, de vez en cuando.
A la vuelta veo que Izquierdo ha sacado algo del huevo: unas alas de cisne o dos manantiales.
20:50 Me voy a fumar a la calle y subo a ver la danza performance de Ana Buitrago en la segunda. La tengo que ver de pie y no muy bien. Entre la oreja un poco roma de un respetable canoso y la delicada sien llena de horquillas de una estudiante escucho una fábula leída por la bailarina, que ha apagado las luces y enfoca el libro con una linterna mientras adopta una postura como de silla. Luego las luces se encienden y compruebo que Buitrago es una de esas personas donde la intensidad de
las palabras «tren inferior» adquiere un completo sentido. También veo que una cicatriz le recorre el
largo de una de las piernas y que es capaz de imitar con su cuerpo la apariencia de los extraños organismos que habitan los bosques de cabezas. No puedo añadir mucho. Tendría que haber llegado antes para coger sitio, o haber crecido más.
21:30 Empieza un concierto en la segunda, La Dolorosa. Me encuentro con una amiga que me pregunta si los conozco y digo que sí. Siempre digo que conozco a los grupos y a los artistas por los que me preguntan. No es por parecer moderno (yo más bien, y a mi pesar, soy posmoderno, y abandero un alzheimer selectivo pero involuntario) sino para que no se alarguen las conversaciones en la parte más obtusa. ¿Quiénes? Los que tocaron en el Festival del Membrillo de Monachil. ¿Membrillo? Sí, y en el Tributo a Foucault de Cenes, ¿no estuviste? Mmmmmclaro. Lo curioso es que cuando empiezan me doy cuenta de que sí los conozco. Bueno, a ellos los he visto tocar en Grupo de Expertos Solynieve, y ella es la camarera pelirroja del Ruido Rosa a la que pido cervezas algunos sábados. Y me sorprende, canta bien. No es que sea normal imaginar lo contrario, es que es raro ver a alguien fuera de contexto, recontextualizado. Pero ya se sabe que los garitos y la música son otra historia. A menudo, la misma. Se llama Natalia Muñoz y la acompañan Raúl Bernal y Antonio Lomas con un lánguido rock fronterizo y unas letras por momentos dolorosas que a mucha gente, menos a mí, le hacen pensar puntualmente en un amor perdido.
Vuelvo a la calle para fumar y pienso puntualmente en una cerveza y en otras cosas que no tengo. Empieza a llover.
22:10 A las diez y diez empieza la lectura musical de Daniel Vázquez Barros e Israel Moreno, en la tercera planta. Al pasar por la segunda veo que Iván Izquierdo ha avanzado. La crisálida era una granada y el cisne ha penetrado con su cuello algo que no sé qué es.
Con esta lectura retomo la misma idea que me surgió en el espectáculo de Mónica Francés. En realidad es la misma que me lleva surgiendo hace años, desde que empezaron a proliferar estos recitales multidisciplinares. Dicen que todo está inventado pero la heterodoxia propende al infinito,
y es en sí una cultura. La nuestra, por cierto. Un joven alto lee poemas mientras otro con las orejas ahuecadas por dos pendientes africanos toca un sintetizador. Al fondo se proyectan visuales. Los poemas son metafísicos, a veces demasiado, si es que puede ser demasiado lo metafísico (que es, por definición, demasiado), pero algunas imágenes son realmente buenas. La música vertebra las palabras con un tono que a veces me recuerda a Wendy Carlos y otras a las piezas cortas del Geogaddi, pero que por lo general fluctúa entre la metalurgia y el deseo de un final apocalíptico
más o menos contenido y ligeramente ochentero. Memorable la última pieza: mientras se proyecta parte del cortometraje de Jean Cocteau, La sangre de un poeta (1932), la música y la voz describen a vuelapluma los fragmentos montados. Los tres ritmos se ajustan con una gran precisión.
22:50 Trèpat está tocando ahora en el Planta Baja, es al parecer lo más esperado de la noche. Me encuentro a otra amiga y me pregunta si los conozco. Por supuesto, digo. Antes de que empiecen en la primera planta, volvemos a la tercera para ver Usted, una experimentación audiovisual a cargo de Chico López. Resulta ser la más oscura de las acciones artísticas de la noche. La mayoría de la gente está sentada en el suelo frente al artista, que maneja el portátil de donde saca el sonido (iba a decir un breakcore contenido, pero eso es una contradicción y lo iba a cambiar por noise, pero no nos engañemos, no sé qué coño es lo que suena). Al sonido lo acompañan unos visuales que al principio mondrianizan en rojo y negro a los asistentes y luego se convierten en hilos danzantes que conforman, en mi opinión, el mejor momento de la obra. La palabra negro aparecida al principio desemboca en la palabra Dios sobre un discurso que no se dirige a la oscuridad, sino que nace en la propia oscuridad para revelar una ausencia de dirección. A mitad de la acción, el artista, que ha colocado un bajo en medio de la sala, lo coge y lo restriega contra el suelo. Casi al final, tras mostrar la púa como lo haría un diestro con una oreja en la mano, vuelve a cogerlo para estamparlo varias veces contra el muro donde se proyectan las imágenes. Cabría pensar en un discurso crítico sobre lo digital y lo analógico que alguien, creo que un trabajador del museo, sintetiza a la perfección al susurrar: « A que nos rompe la pared».
23:55 Cuando llegamos a la primera planta, Trèpat está a punto de salir a escena. El concierto lleva por título «Antojos negros», el mismo que un cuadro de Guerrero que se expondrá en The Presence of Black. Consigo sentarme en un lateral, muy cerca de los músicos. El bajo, una de las guitarras, los teclados y la batería los manejan cuatro mujeres. El único hombre del grupo toca otra de las guitarras y canta. Es Juan Luis Torné. Ellas, Rocío Jurado Palomares, Mari Carmen García, Cabritilla Mágica y Patricia Pasquau. Como es la primera vez que los escucho, el tema de inicio me hace pensar que es un grupo de postrock (y un buen grupo de postrock). Las guitarras eléctricas convertidas en bandurrias eléctricas recuerdan mucho a Mogwai o Godspeed You! Black Emperor, eso es siempre así. Pero, al margen de ese tema y algún detalle más, el grupo es otra cosa más compleja –o más sencilla– que el concierto no consigue revelarme, pues se trata de un bolo hecho a la medida del evento. Además, cuentan con la presencia del cantaor flamenco José Daniel Campos, que va a dar el contrapunto musicando el texto de José Guerrero «Negro vivo». Las apariciones de Campos al otro lado de la sala, junto a la mesa de mezclas–, en contraste con la voz de Torné y la fuerza de los instrumentos femeninos se convierte probablemente en el momento más memorable de la noche. Hasta podría decirse que por fin podemos ver el Omega de Morente y Lagartija Nick como un fenómeno que ha dejado de ser una isla. Los que estamos allí asistimos al nacimiento de un epígono con más énfasis digital, y por fin, digno del maestro.
12:50 Subo un momento a la segunda planta mientras la gente abandona el edificio. Izquierdo ha terminado el mural. Podría ser una propuesta para un nuevo escudo de la ciudad. Sobre tres
enormes fósforos guerrerianos se levanta una instalación en forma de triángulo. Los ángulos de la base son dos granadas. El cisne se acomoda sobre el izquierdo y lanza su cabeza sobre el centro de la imagen, un busto que es un estómago, donde el animal hunde su cara. Bajo el estómago, sosteniéndolo, hay dos formas que recuerdan el cuadro Súplica de Guerrero. La sangre llega hasta la granada del
ángulo derecho. Vísceras y tripas que salen del cisne o del estómago se enrollan como la hiedra en los fósforos. «Está de puta madre», dice una joven con coletas a un hombre con gafas que se mesa el mentón. No sé si está de acuerdo (yo sí), pero en todo caso, parece que él lo habría expresado de otro modo.
01:05 Salimos a fumar y ya sí, a por la cerveza. Es la una de la mañana. Por un instante me acuerdo de nuestro particular dios de la economía porque esta mañana he estado hablando con un asesor fiscal sobre mi condición de autónomo. Me lo ha pintado todo tan negro que, súbitamente, y como por inmanencia, integro la roedora apostura del gran funcionario en el recuerdo de la velada artística. En parte, quizá por contraste: todo lo que he visto y he oído esta noche ha sido gratis.
Para las más de setecientas personas que hemos pasado por el Guerrero a lo largo de estas seis horas ha vuelto a quedar claro una vez más que este es el lugar de encuentro con cualquier visión del arte, y lo más importante, el espacio donde los ciudadanos se reapropian de lo que siempre fue suyo: el acontecimiento público. Solo queda dar las gracias al museo por abrir las puertas como lo hace, y hasta tan tarde. Y a Antonio Collados y Sonsoles Pizarro, por haber diseñado la noche. Y a la borrasca, por apartarse un poco de Gran Vía ahora que empiezo a recorrerla.
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