A Robert Walser le bastaba con poner un pie en la calle para empezar a trabajar, por eso, cuando alguien le tachaba de holgazán, él replicaba que sin los paseos “no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema”. Por lo visto sólo al caminar se encuentra uno con estas cosas, desde papeles en blanco hasta palabras con que llenarlos, tan estrecha ha sido la relación entre el camino y la creatividad que el propio caminar se ha llegado a considerar una obra. Pero este paso del dicho al hecho no corrió por cuenta de los escritores sino de los artistas que desde el dadaísmo hasta Francis Alÿs o Doug Aitken, no han dejado de andar.
Errar es humano, dicen, y posiblemente el más antiguo testimonio de los ancestros del hombre sea el de las huellas de un Australopithecus afarensis que deambulaba por Tanzania hace más de tres millones de años, de modo que cuando se trata de buscar un origen para este tipo de obras muchos encontrarán las trazas de un antiguo nomadismo. En su pervivencia quizás se encuentre lo que Maffesoli ha llamado una “inactual actualidad”, una estructura intemporal que se presenta a cada momento sin perder un ápice de su frescura.
En los años ochenta el nomadismo entró con fuerza en el debate filosófico desde las premisas con que Pierre Clastres lo había presentado como forma de resistencia. Según lo veía el antropólogo no hay paso evolutivo entre nomadismo y sedentarismo sino un cambio de paradigma, la instauración de un Estado que tenderá a concentrar todas las competencias sobre la vida y la muerte. Su tesis más ácida afirmaba que las sociedades nómadas son en esencia igualitarias y no admiten estructuras jerárquicas estables. Ésa es la idea que Deleuze y Guattari iban a desarrollar contraponiendo al “espacio estriado” por el aparato estatal un espacio liso y libre de obstáculos. La complejidad de este juego de tensiones residía –reside– en la capacidad del aparato estatal para crear simulacros de espacios lisos, pero esto mismo es lo que permitía pensar una resistencia efectiva no sólo en aquellos espacios naturales donde la regulación estatal es más débil, sino en espacios superpoblados, las grandes ciudades. La forma del palimpsesto apareció entonces como la más apropiada para definir el territorio urbano. Según André Corboz, todo territorio es una superposición: al mismo tiempo proceso, producto y proyecto, de modo que no hay territorio sin imaginario y éste está en permanente transformación. Tal versatilidad es la que permitiría una incidencia sobre el espacio urbano tal y como la plantearon muchos artistas errantes. En esta idea se apoya un neologismo como es transurbancia, el término acuñado por el Grupo Stalker, que propone el desplazamiento como obra colectiva en forma de desfile o procesión llevada al límite de la expresión simbólica y la acción social. La transurbancia se concentra en la descripción de lo que podríamos llamar “la ciudad difusa”, formada por aquellos lugares de la ciudad que no son propiamente ciudad. La imagen extrema de esta propuesta permite que veamos márgenes que no sólo marcan los alrededores sino que atraviesan el centro urbano, huecos que se abren en el caso histórico y revelan la sorprendente mutabilidad del espacio metropolitano.
Estas prácticas quizás tuvieran como fecha de arranque el 14 de abril de 1921, cuando a las tres de la tarde y bajo el gris el parisino los dadaístas dieron por iniciada, desde la antigua iglesia de Saint-Jean-le-Pauvre, una serie de visitas a aquellos lugares de la ciudad cuya razón de ser ya no encontraba explicación. Con ello se dejaba bien a la vista lo que para Benjamin sería el más destacado descubrimiento del surrealismo, el de “las energías revolucionarias que se contienen en lo ‘envejecido’”. Lo cierto es que en el panfleto que anunciaba esta deambulación se sugería ya una vocación explosiva: “La partida no está perdida pero debemos actuar con rapidez”. Parece que esa partida estaba desde hacía tanto tiempo empezada que sólo se la podía jugar en lo más marchito de la ciudad, ese objet trouvé que los surrealistas privilegiaron.
Que la imagen de la metrópoli fuera descubierta en primer lugar por el flâneur le ha convertido en un referente principal para aquellos que han pensado sobre el caminar como práctica estética. En todo caso hemos de tener presente que la herencia que la flânerie nos haya podido dejar tiene un albacea tan singular como lo es Walter Benjamin, que planteó una lectura política del flâneur basada en su relación con la multitud. Pero además se interesó Benjamin por los efectos del caminar, que según él lo veía actúa sobre nosotros exactamente igual que una droga. “La embriaguez –escribía– se apodera de quien ha caminado largo tiempo por las calles sin ninguna meta”, y sólo en esa embriaguez tenía para él lugar el encuentro desconcertante entre nuestra presencia física y la acción del tiempo histórico. Sobre todo era la reducción del espacio y el ritmo cada vez más acelerado de la ciudad lo que posibilitaba una lectura dialéctica de la flânerie. Lo cierto es que el verbo flâner indicaba ante todo una particular relación entre tiempo y espacio: “Ir de un lado al otro perdiendo el tiempo”, eso es flâner. Los diccionarios lo concretaban entonces en el paseo sin rumbo, en el placer de entregarse al farniente o incluso en el gusto por dejar libre a la imaginación y divagar. Pero añadamos la lentitud que Balzac prescribía en favor de la elegancia, la extrema capacidad de observación, una particular relación con el aburrimiento y, por último, su entrega audaz a la multitud.
Con todo, Benjamin, sin perder en absoluto el paso, replanteó la relación con el tiempo bajo el siguiente consejo:
“Uno no debe dejar pasar el tiempo, sino que debe cargar el tiempo, invitarlo a que venga a uno mismo. Dejar pasar el tiempo (expulsarlo, rechazarlo): el jugador. El tiempo le sale por todos los poros. –Cargar tiempo, como una batería carga electricidad: el flâneur. Finalmente el tercero: carga el tiempo y lo vuelve a dar en otra forma –en la de la expectativa–: el que aguarda.”
Posiblemente Benjamin pensara en el historiador dialéctico, en el revolucionario, y acaso en un cierto tipo artista que sabrá cómo hacer suyas las estrategias del flâneur. Su recurso a la espera tenía tan poco que ver con el trabajo retribuido como con la esperanza. Es precisamente ese “efecto” lo que se espera; ahora bien su consecuencia será el exacto reverso de la ensoñadora embriaguez, justo lo que Benjamin entendía por despertar.
Muchos años después de que estas reflexiones fueran alumbradas, Francis Alÿs emprendió una serie de recorridos por Copenhague marcados cada uno de ellos por el efecto de una droga distinta. Aquella acción sólo podía llamarse Narcotourism. Embriaguez por partida doble, por las sustancias y por la actividad. Acaso porque andamos con un movimiento en repetición continua, hipnótica y sugestiva, lo que el caminar tiene de constituyente –su capacidad de abrir camino– tome una doble dirección o un trato especular, como Robert Smithson habría dicho, entre “la superficie de la tierra y las ficciones de la mente”. No en otra cosa se fundaba el concepto de deriva situacionista, que por un lado suponía la renuncia a metas fijadas de antemano así como el abandono a las exigencias del terreno y a los encuentros ocasionales y, por otro lado, requería una extrema atención a las variaciones psicológicas en relación con entorno recorrido.
Si Baudelaire describía la vida como un gran hospital donde cada enfermo quisiera cambiar de cama, desde los años noventa ese deseo parece haber aumentado visiblemente en el mundo del arte, y lo ha hecho alimentado, a decir de Bourriaud, con el pábulo de la precariedad. Ésta quedaría decidida por la permanente posibilidad de revocar cualquier decisión, lo que vendría a afirmar precisamente esa “peculiar indecisión del flâneur” como nota más característica de nuestro tiempo. La hipótesis de Bourriaud recuerda a aquella que Benjamin formuló en “Pobreza y experiencia”, según la cual podemos sacar nuevas fuerzas de esta precariedad, y es éste el giro que permite ver en la inestable errancia un modelo de composición para el arte. Pero su variabilidad es marca de la relación que el flâneur mantiene con la multitud, y en último término la teoría de la errar parece estar destinada a la producción de un cierto tipo de comunidad anunciada en la relación que la subjetividad de este caminante mantendría con lo colectivo. Si no fuera por ello, buenos motivos tendríamos para ver en muchas de estas experiencias una exaltación del solipsismo; sin embargo, sabemos ya que este paseante no se excluye a sí mismo de su entorno sino que se vuelca en él, pero lo hace de una manera muy particular, acercándose y alejándose, sosteniendo, nos parece, lo que Rancière ha llamado un sentido común disensual.
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