No hace mucho asistí a una conferencia bastante reveladora de la disparidad de criterios con la que se enjuician las dos instituciones herederas de la esfera pública de la Ilustración, la universidad y el museo, así como sus objetos, discursos y espacios.
El argumento principal era cómo seguimos proyectando un criterio de verdad en la práctica artística contemporánea. El arte, defendía el conferenciante (un saludo, José Luis!), continúa siendo un territorio de expectativas tan altas como la verdad y la credibilidad. Cuando nos enfrentamos al arte no sólo esperamos de éste significado, sino veracidad en el contenido y gravedad en las formas. Lo curioso es que esta expectativa se mantenga de forma autónoma en el crítico de arte, quien no sólo nunca la aplica a otros discursos ajenos al arte (la reflexión y el pensamiento de las grandes verdades sería banalizado en otros campos y objetos culturales), sino que incluso la difunde a modo de fe (sin permitirse cuestionar el dogma), aunque ésta se resquebraje entre el público, quien acude a la experiencia artística desprovisto de tales referentes fuertes, en pleno escepticismo de expectativas morales (o crisis de fe).
La causa de esta metafísica del contenido estaría en que, a diferencia de otros ámbitos del saber, la Ilustración no llega a someter a reflexión y análisis al campo estético, algo que sólo sucedería bastante más tarde con las vanguardias, si bien sustituyendo la reflexión por la negación (el anti-arte). El arte, la crítica y el espacio de exhibición (pensemos en el aura del cubo blanco) continuarían integrando la religión laica del proyecto moderno, un espacio de trascendencia que nos corresponde ahora cuestionar.
Una forma de volver a plantear la crítica sin fe no sería únicamente dilatar su objeto (aquí podríamos hablar de los estudios de cultura visual, de un campo ampliado de casos de estudio), sino también dilatar sus espacios y comunidades; un ejemplo: la crítica en blogs como espacios que suponen la incorporación de nuevos sujetos ajenos a espacios tradicionales -prensa, revistas- y al mundo de relaciones del arte que podrían volver a plantear una necesaria crítica descreída.
Este argumento, con tintes de apostasía, me parece valiente, pero también tendencioso y, hasta cierto punto, peligroso. Por un lado, es interesante que el crítico construya a partir de la mirada del público. También el hecho de que amplíe sus objetos de interés y que comience a colonizar nuevos espacios son dos condiciones que, antes que necesarias, son más bien imperativas. Pero asusta descubrir que, como planteaba José Luis, detrás de la obra de arte no hay más verdad que el objeto, y que el espacio de experiencia, negación, educación, reinvención y disensión que es el museo-centro de arte no sea más que el último de los mitos de la Ilustración. Llevado a un extremo, no es un argumento muy diferente a aquel de la mano negra que ensayaba Juan Antonio Ramírez, en el cual el espectador siempre tiene la tentación de estar siendo engañado, no ya respecto a algo que no encaja, sino que la invención interesada de alguien entre bambalinas es la responsable de la historia del arte del siglo XX. En este argumento, ese alguien es la institución, pertrechada en un sistema de valores trascendentales que proponen como incuestionable su actividad, la vieja tesis del tinglado del arte.
Tengo la sensación de que este argumento ignora la crítica institucional, o más bien la obvia como demasiado superficial, pero sobre todo creo que está aplicado al lugar erróneo y que, de las dos instituciones ilustradas que comentaba al principio, es el museo el que está sometido a un proceso de crítica, duda y reinvención constantes.
Donde se perpetúa un saber autónomo, desprovisto de vínculos con la esfera pública y donde la propia institución es incapaz de reevaluarse a nivel organizativo y formativo, como bien ha escrito Stanley Aronowitz, es en la universidad.
En el desierto tecnológico que para los diferentes departamentos e investigadores relevantes supone internet (más allá de mero tablón de anuncios, por no hablar de revistas como boletines ni de blogs como exhibición del ego), esta reflexión ha surgido porque me ha parecido inusual que un profesor como David Harvey esté colgando todas sus clases y conferencias, algo que, por cierto, algunos museos llevan tiempo haciendo.
-Clase 1, Introducción a El Capital
(visto aquí; más aquí)
-El derecho a la ciudad (Parte I)
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