RAFAEL JUÁREZ, CAMINANTE
«Cuando quiero lavar mi corazón / echo a andar por atajos y caminos». Rafa, el poeta de la expresión justa y de la emoción contenida, andaba por los caminos para recoger palabras con las que nombrar lo que está vivo. Como si caminase por alguno de sus senderos habituales, a veces se paseaba por las salas del Centro Guerrero de modo reflexivo y atento, también gozoso, para llenarse los pulmones de aire fresco.
En 1994 Rafa había cambiado de rumbo; su alma de librero buscó acomodo, claro está, entre libros, y encontró su lugar en el equipo de Publicaciones de la Diputación. Durante diez años caminamos juntos, y ya nunca dejamos de hacerlo. Él nos enseñó a poner nombre a las cosas; nosotros aprendimos que cada mañana era un regalo efímero, que nos era dado trabajar entre libros y entre amigos, y que esto no duraría siempre. De aquellos años nos queda un poema que mira hacia las calles del Realejo, al otro lado de nuestras ventanas:
LA VENTANA BLANCA
Abro esta ventana
por primera vez.
Un patio con fuente,
un verde ciprés
y niños que juegan
a ser y no ser.
Tras la calle estrecha,
de azafrán y miel,
vacío y cerrado
aguanta de pie
un palacio viejo
que es y no es.
Terrazas, tejados,
veletas sin fe
y los miradores
desde los que ven
los ojos cansados
mañana y ayer.
Así fue. Rafa siguió su camino, que lo llevó en 2005 hasta la Fundación Ayala. Durante los años previos había asistido muy de cerca a la creación y a los primeros pasos del Centro José Guerrero; para el museo fue editor y consejero, pero también observador inteligente de la obra del pintor, que fue crucial en su aprendizaje plástico durante los primeros ochenta. Él continuó asomándose al arte, prudente y curioso. Hace ahora justo cinco años, durante una charla en la sala Mirador del Centro, recitaba un soneto que había escrito después de soñar con un cuadro de Guerrero, Súplica (1975), en el que las formas tomaban vida. Su propia Súplica dice así:
SÚPLICA
José Guerrero
Tus palabras no deben repetir lo que nombro
cuando inclino mi cuello bajo el arco desierto
donde esperaba un día el terremoto incierto
de su paso indeciso entre cactus de escombro.
Déjame que recline mi cabeza en tu hombro
y no digas que espero como un perro en el huerto,
porque sé que está vivo para todos y muerto
para mí su regazo de gacela en asombro.
Reclina tu cabeza sobre la mía y calla
mientras que el tiempo borra nuestros rostros vacíos.
No hay por qué repetir el dolor del encuentro.
Esta puerta que un día se quedó sin muralla
puede salvar tu sueño enredado en los míos.
La ciudad está fuera. La verdad está dentro.
Ahora que es septiembre de nuevo, y que Rafa se ha detenido en la orilla del camino, quizá a la sombra de un olivo, resuenan en mí estos versos: «…Y comprueba que en el fondo del arca / late ya el brillo oscuro de lo poco que esperas: / el eco de unas cuantas palabras verdaderas».
Marina Guillén
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