La arquitectura en la poesía contemporánea

Paisaje. Génesis de un concepto
Javier Maderuelo, en su obra El paisaje. Génesis de un concepto (Madrid: Abada Editores, 2005), afirma lo siguiente en relación al concepto mismo de paisaje: «En la actualidad, pretender ofrecer una definición de paisaje con las debidas condiciones de concisión y universalidad es realmente imposible. Ésta es una tarea que ha sido intentada en muchos ensayos y manuales sin que ninguna de las definiciones obtenidas sea plenamente satisfactoria, ya que todas parecen parciales al surgir desde puntos de vista epistemológicos concretos que, en muchos casos, resultan contradictorios. Así, la visión positivista de las ciencias naturales se enfrenta a la interpretación subjetiva de la creación artística, mientras que una posición intermedia la ocuparían las ciencias humanas y también ciertas ramas de la geografía que, desde los años sesenta del pasado siglo XX, aceptan algunos grados de subjetivismo como variables de trabajo. Sin embargo, el partir de una posición intermedia entre las dos posturas más contradictorias no asegura que las definiciones de paisaje que ofrecen los geógrafos sean más ajustadas o convincentes que las que proclaman otras disciplinas».
Desde esta premisa, el paisaje, en este texto, será considerado de forma general como una parte del territorio sobre la que se arroja, de una manera u otra, una mirada sensible y subjetiva, con toda la complejidad psicológica y social que implica la percepción, donde reside una parte muy importante de su carga cultural. La presencia indisoluble de lo cultural en el concepto de paisaje se reflejará en múltiples maneras de mirar, así como en múltiples ámbitos. De entre todos ellos, quizá la palabra poética pueda tener una singularidad a la hora de caracterizar dicho concepto. Así, si ponemos el foco en las letras hispánicas del siglo XX y comienzos del XXI, será posible encontrar relaciones de contigüidad, analogía y correspondencia entre algunas de las ideas que marcan el transcurso de las vanguardias a la posmodernidad, tanto en el ámbito literario como en el arquitectónico, o, más concretamente, en la poesía y el paisaje. La mirada de los poetas sobre el paisaje supone una capa con significado propio, en la que lo imaginal, antes que lo meramente descriptivo, resulta fundamental en la percepción y comprensión de las cualidades del territorio que se mira.
La generación del 98. Machado y la concreción del lugar
El desastre del 98 fue decisivo en una imagen de España construida de manera colectiva a partir del desánimo y la apatía que marcaron el final de una época. La literatura y el paisaje castellano formarán un conjunto compacto capaz de reflejar el momento histórico de decadencia y las posibles vías para su superación. Un grupo heterogéneo de creadores surge justamente en esos años para intentar dar respuesta al interrogante que supone el futuro del país y, en cierta medida, la idea misma de España. Así, los poetas de esta generación ofrecen descripciones que, más allá de lo geográfico, apuntan a esta asociación entre paisaje e identidad.
Así, para Azorín el paisaje representa algo paradigmático que no debe ser alterado. En el paisaje se codifica el amla, de manera que la descripción de sus características, accidentes y naturaleza acaba por convertirse en la imagen simbólica del espíritu del lugar y de sus habitantes. La naturaleza y el territorio dejan de funcionar como telón de fondo de la acción (como había sucedido con Pardo Bazán o Blasco Ibáñez) para ser el motivo principal. El paisaje pasa a ser interpretado, convirtiéndose en metáfora, es decir, en imagen, de estados emocionales tanto colectivos como íntimos. Pintores como Darío de Regoyos o Zuloaga recogen en su obra este mismo sentir.
Castilla sintetizaba una edad de oro hispánica a la que volver la mirada tras la caída del imperio español. Su paisaje es crudamente austero, repleto de vacíos, páramos, ruinas y tierras baldías o pueblos miserables. Aun así, en medio de la desolación, el paisaje representaba también la esperanza de un resurgir. La mirada al paisaje, de este modo, se convierte en una mirada cargada de valor y, en cierto sentido, netamente creadora. Según Unamuno, el significado metafórico del paisaje supone un proceso de integración y semejanza entre lo natural y lo puramente humano, hasta llegar a establecer una correspondencia entre el paisaje y el espíritu. El caso de Antonio Machado, resulta paradigmático en la concreción del lugar. La evocación precisa de los lugares en Campos de Castilla formula todo un universo particular en torno al paisaje y la manera de mirarlo.
De forma paralela, el regionalismo arquitectónico, coetáneo a la generación del 98, recogerá la imagen de la arquitectura tradicional como elemento capaz de construir una identidad propia. El norte de España tendrá un papel destacado en el inicio de esta corriente, con una vuelta a la tradición medieval como símbolo de la grandeza perdida. El regionalismo beberá de las incursiones de viajeros, arqueólogos y arquitectos, descubridores de un patrimonio arquitectónico y paisajístico. En el caso de Castilla, el regionalismo arquitectónico estará muy próximo ideológica y estéticamente a la generación del 98. Arquitectos como Anasagasti, Torres Balbás, García Mercadal, volverán la mirada a la arquitectura popular y sus sistemas constructivos tradicionales relacionados irremediablemente con el contexto cultural e histórico. Tanto la concreción de la arquitectura real, de la que se nutrirá el regionalismo, como la concreción poética de los elementos de un paisaje, harán de aquello que ya existe, de la apreciación de su belleza y lógicas intrínsecas, la razón de ser de esta nueva manera de sentir:
Una larga carretera
entre grises peñascales,
y alguna humilde pradera
donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales.
Está la tierra mojada
por las gotas del rocío,
y la alameda dorada,
hacia la curva del río.
Tras los montes de violeta
quebrado el primer albor:
a la espalda la escopeta,
entre sus galgos agudos, caminando un cazador.
(Antonio Machado, Campos de Castilla, “Amanecer de otoño”)
La generación del 27. Lorca, la tradición y el surrealismo
El 15 de diciembre de 1927, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Jorge Guillén y Federico García Lorca, entre otros, viajan a Sevilla para celebrar el legado de Góngora y sentar, al mismo tiempo, las bases de la nueva literatura de su época: una renovación estética que conjugará, de manera singular, las innovaciones propias de las vanguardias con la tradición. En lo que al paisaje se refiere, los grandes asuntos del ser humano (la vida, el amor, la muerte, la libertad…) se tratan, en ocasiones, a través de la idea de ciudad. Lo urbano aparece como metáfora de un momento de eclosión y crecimiento que despliega tantas esperanzas como interrogantes. En este sentido Impresiones y paisajes, obra de Federico García Lorca, es un ejemplo temprano de cómo los elementos del paisaje aparecen de distinta manera: desde la descripción concreta hasta la metáfora abstracta, aunque siempre desde la óptica de una ciudad pequeña ligada a un paisaje rural, como era la Granada de comienzos del siglo XX.
Autorretrato de Federico García Lorca para «Poeta en Nueva York»«Eso es lo que no tiene Granada y la vega oídas desde la Alhambra. Cada hora del día tiene un sonido distinto. Son sinfonías de sonidos dulces lo que se oye. Y al contrario que los demás paisajes sonoros que he escuchado, este paisaje de la ciudad romántica modula sin cesar. Tiene tonos menores y tonos mayores. Tiene melodías apasionadas y acordes solemnes de fría solemnidad. El sonido cambia con el color, por eso cabe decir que éste canta».
(Federico García Lorca, Impresiones y paisajes)

Los chopos de la Vega, los campos de olivos, la libertad del aire y el agua, la presencia de Sierra Nevada, aparecen como elementos necesarios para entender la ciudad o, más concretamente, al individuo que la habita en toda la complejidad de su ser. Este entendimiento se produce mediante la metáfora. Algo que llegará a su cumbre máxima en una obra como Poeta en Nueva York. En ella el paisaje urbano descomunal de la gran metrópoli del siglo XX se convierte en el paisaje de la arquitectura contemporánea y de las multitudes que la habitan. Algo que queda patente en algunos títulos: “Paisaje de la multitud que vomita”, “Paisaje de la multitud que orina” o “Panorama ciego de Nueva York”. La propia palabra paisaje adquiere un protagonismo propio en la obra. Un paisaje que, mediante la enormidad, el apilamiento, la deshumanización de sus formas y procesos revela la metáfora de una profunda angustia existencial. Un vacío que revela, en la pérdida de los elementos naturales y rurales, la pérdida de todo lo que, de una forma u otra, está destinado a desaparecer.
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
(Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, “La aurora”)
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