Tres ejemplos de modernidad en las artes plásticas del siglo XVI
La concepción moderna de la imaginación
Las grandes transformaciones culturales, políticas y religiosas que tuvieron lugar durante el siglo XVI influyeron profundamente en las artes plásticas. Es en este período, marcado por el Renacimiento tardío y el manierismo, cuando se consolida, probablemente, la concepción moderna de la imaginación. El arte, enfocado en la perfección de la figura humana, alcanza el pleno dominio de la perspectiva, al tiempo que la alegoría y el simbolismo cobran un protagonismo esencial en la producción artística. Todo ello en un tiempo en el que la expansión del conocimiento, la ciencia y la visión del mundo conviven con los más variados conflictos por el control del poder.
La alegoría, como construcción simbólica consciente y racional, permitió a los artistas expresar una serie de ideas y conceptos abstractos a través de detalles, figuras, relatos o escenas visuales, que podían ser decodificados e interpretados de manera unívoca al conocerse las correspondencias existentes entre dichas ideas abstractas o simbólicas y las imágenes que las representaban. Así, la alegoría sirvió para abordar desde las distintas artes temas filosóficos, religiosos o políticos, especialmente en una época en la que las narrativas mitológicas clásicas y las bíblicas medievales se revisaban desde la nueva mirada del humanismo, como base para el lenguaje universal de los artistas. Desde un punto de vista religioso, la alegoría permitió transmitir, en el complejo contexto de la Reforma y la Contrarreforma, conceptos teológicos y doctrinales, casi de manera propagandística. Por ejemplo, en la pintura católica de la Contrarreforma de El Greco, las alegorías de la salvación y el juicio final marcan el camino hacia la contemplación espiritual desde un prisma muy determinado. En El entierro del Conde de Orgaz (1586), los elementos alegóricos que representan la dualidad entre lo terrenal y lo celestial, desvelan la preocupación central de la espiritualidad de su época. Igualmente, en la Reforma protestante, figuras alegóricas como la Justicia o la Verdad servían como validación, en el espectador, de las enseñanzas de Lutero.
Los entierros de Cristo
Son numerosos, los grupos escultóricos que, en este momento, abordan el tema del entierro de Cristo. La obra que Jacobo Florentino (1456 – 1526) realiza en madera policromada entre 1521 y 1526 para el enterramiento del Gran Capitán en el granadino Monasterio de San Jerónimo es un excelente ejemplo. Diferentes elementos y actitudes aluden en ella, de manera alegórica, a obras y conceptos clásicos, fundidos con la narrativa católica. Un Cristo yaciente, colocado en su lecho por José de Arimatea y Nicodemo, aparece acompañado por la Virgen María, María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor, y san Juan, en una composición cerrada, en forma oval, equilibrada y contenida. El ataúd de apariencia moderna donde yace Cristo muerto, recoge la anatomía del cuerpo inerte representada con un cuidadoso realismo que remite a un delicado clasicismo. Cada una de las figuras del grupo tiene un papel simbólico que va más allá de su función narrativa, que no sólo evoca el dolor humano, sino también conceptos como la penitencia y la redención, la pureza y la devoción, el servicio y la reverencia hacia lo divino.
La Virgen y San Juan constituyen dos elementos alegóricos de primer orden en esta presentación de la compasión y el dolor humano, en los que se reflejan la juventud, la belleza, la maternidad, el sufrimiento o el estupor como conceptos fundamentales. El resto de los personajes alegorizan la vejez, la serenidad o la tensión como diversas formas de procesar el duelo. En ellas, tanto el color como el dorado no están exentos de un significado que alude desde la pasión y el sacrificio, hasta la pureza y espiritualidad. Esta serena incorporación de la mitología antigua iniciada en el Renacimiento continuará en la etapa manierista con formas cada vez más complejas y estilizadas, en las que se combinan la carnalidad con el significado moral, como muestran admirablemente los grupos escultóricos de Juan de Juni o Niccolò dell’Arca.
Abada: el rinoceronte de Durero
El siglo XVI vio un auge en el uso de la imaginación como herramienta artística, especialmente en el movimiento manierista que siguió al Renacimiento. Mientras el arte del Renacimiento temprano buscaba la armonía y el realismo, el manierismo exploró la complejidad, la distorsión y la libertad expresiva. Como Panofsky y Saxl demostraron, la mitología clásica no se había perdido completamente durante la Edad Media, manteniéndose vivo, durante siglos, un puente con los símbolos de la Antigüedad. En ese sentido, durante el Renacimiento se recobraron con fuerza elementos mitológicos y fantásticos, cargados en ocasiones de nuevos significados, que acabaron perfectamente integrados en la expresividad dinámica e imaginativa del manierismo. Entre las representaciones fantásticas más sobresalientes encontramos, sin duda, la obra de El Bosco, llena de animales y paisajes imaginarios, híbridos, o fuera de toda lógica racional. Estas imágenes, a menudo, serían interpretadas desde un enfoque moral, como una forma de explorar lo espiritual y lo metafísico desde lo onírico.
El renovado interés por la mitología clásica y sus recreaciones zoomorfas fantásticas tiene también su eco en el famoso Rinoceronte de Durero. Su libérrima representación escapa del rigor de lo realista (Durero no llegó a ver al animal, sino que lo imaginó a través de apuntes y meras descripciones). Así, el pintor añadió placas de armadura acorazada, cuernos inexistentes o texturas casi metálicas que transformaban a la exótica abada en una criatura mítica, así como en un símbolo de poder e invulnerabilidad que llegaría hasta la heráldica. Este animal soñado, de alguna forma, marcaría los límites entre lo real y lo fantástico, reflejando la fascinación de los nuevos conocimientos y descubrimientos de la Europa de su época.
La presencia de lo simbólico resulta fundamental para entender la pintura del siglo XVI como relato portador de significado y también como una forma de conocimiento con capacidad de transformación. Así, mientras la alegoría presenta una construcción simbólica mucho más definida en la que el significado se acerca a lo unívoco a través de determinadas imágenes y atributos reconocibles y descifrables, el símbolo puro, como la metáfora poética, nos remite a un constructo mucho más amplio en los que los significados no se agotan, sino que son siempre susceptibles de ampliarse y leerse desde una multiplicidad poliédrica de enfoques. En este sentido, el hermetismo, la alquimia, tarots como los de Mantegna y Visconti-Sforza o la astrología simbólica y arquetípica, abrirán nuevos caminos artísticos y simbólicos. Mitos, analogías y metáforas serán los principales medios de expresión de una concepción del arte enraizada en el neoplatonismo, promovida por los nuevos valores del humanismo y el redescubrimiento de los textos clásicos.
El simbolismo, por tanto, se convirtió en una herramienta esencial para comunicar mensajes implícitos u ocultos en las obras de arte del siglo XVI, al permitir que los artistas pudiesen expresarse en un lenguaje visual susceptible de ser interpretado de múltiples maneras según el espectador y el contexto. Más allá de los símbolos cristianos tradicionales como el cordero, la cruz o la sangre de Cristo, algunos artistas como Caravaggio introdujeron objetos cotidianos como símbolos plenos de significado espiritual. Los pintores flamencos, como Pieter Brueghel el Viejo, utilizarían escenas aparentemente mundanas para introducir significados más complejos, que podían ser leídos en distintas capas de profundidad. La Reforma y la Contrarreforma utilizarían estos mecanismos para afianzar su poder y extender su particular forma de entender la fe.
Poética, simbolismo, surrealismo
El simbolismo manierista tiene en Gabrielle d’Estrées y una de sus hermanas, una pintura anónima francesa del siglo XVI, uno de los mejores ejemplos de cómo transmitir mensajes personales y políticos de manera sutil. Este enigmático retrato está cargado de significados ocultos abiertos a la interpretación. El consenso general admite la representación de la favorita del rey Enrique IV de Francia, junto a su hermana, con símbolos que aluden a la futura maternidad, a un posible compromiso real, a la vida hogareña y a la pasión sensual y amorosa. El desnudo, casi clásico, remite también a la pureza y la belleza como conceptos abstractos. Sin embargo, como material poético-simbólico, esta pintura ha desatado la imaginación de sus espectadores, sirviendo de inspiración a movimientos tan alejados en el tiempo como el surrealista. Gabrielle d’Estrées y una de sus hermanas invita al espectador a desentrañar sus múltiples capas de significado, más allá de las más evidentes, hasta convertirse en una obra capaz de conectar con una idea de simbolismo entendida en su faceta más amplia, abierta y universal.
Alegoría, imaginación y simbolismo, combinados entre sí, a veces compartiendo sus límites difusos, son tres elementos fundamentales para entender las nuevas vías abiertas en las artes plásticas del Renacimiento y el manierismo. El uso de convenciones narrativas para aludir mediante imágenes y figuras a otros significados no literales, el empleo de la creatividad para producir renovadas imágenes mitológico-fantásticas, o la generación de símbolos metafórico-poéticos de largo recorrido, serán características destacadas de esta época. Los artistas renacentistas, de este modo, buscarán generar respuestas emocionales en el espectador, así como transmitir mensajes que refuercen ciertas ideas y estructuras de fe o poder, mediante alusiones alegóricas fácilmente legibles, superpuestas a la lectura más convencional de las imágenes.
La imaginación moderna comienza, así, un largo camino que combina, en lo simbólico esferas morales, metafísicas, espirituales, poéticas, oníricas o religiosas.
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