Solsticio, de Joyce Carol Oates, 350 páginas, El Aleph editores (1985)
Solsticio narra la historia de una comunión personal, la de la joven profesora Mónica Jensen con la artista de Sheila Trask. Lo hemos llamado «comunión personal» porque no sabemos exactamente lo que habita al fondo de la atracción que ambas mujeres sienten por la otra. ¿Una admiración profunda pero asimétrica? ¿Amor? ¿Sororidad? La novela, irregular entre la producción novelística de Joyce Carol Oates, posee una gran virtud, al menos en potencia: la de ser el laboratorio práctico de una idea. Si en Crimen y castigo Dostoievski da vida a la idea de arrepentimiento (o a la idea del superhombre nietzscheano, por mucho que este la anunciara una o dos décadas después), si con El extranjero Camus pusiera a caminar por la arena de la playa de Argelia las ideas sartreanas de esencia y existencia, podríamos decir, creo, que Oates hace lo propio con la idea de la sororidad.
Y digo «creo» porque no lo tengo claro.
Solsticio no parecer ser otra cosa que un intento de desgranar qué son Mónica y Sheila, en qué consiste su amistad, y por momentos entendemos, al menos los lectores hombres, que hay algo que se nos escapará siempre, que hay algo inefable e inaprensible en la concepción de una relación íntima y no carnal con alguien de nuestro propio sexo. Quizá lo que ocurra no sea ni más ni menos eso: que debes ser una lectora para llegar a entender cuánto afina Oates para describir lo que para los lectores hombres se nos queda en paradoja, en amor platónico, frustración y puede que en cierta pusilanimidad, al menos por parte de Mónica. Porque, sin saber en qué consiste, sí consigo atisbar que hay algo entre el deseo y la amistad, algo intermedio ahí que los hombres no alcanzamos a dirimir qué significa. Puede que esta novela, que tanto ha influido en Telma y Lousie o en Amo a Dick, sea en el fondo mucho más de lo que parece.
Sin embargo quizá solo puedas entenderlo si eres, como Mónica, Sheila o Joyce, una de ellas.
Mónica se decía que tenía envidia (bueno, quizás un poquitín) del talento de Sheila Trask.
Y de su reputación.
Mónica pasaba horas furtivas en la biblioteca pública, siguiendo los pasos de la esquiva artista «Sheila Trask». Hojeaban números atrasados de Art News, Art in América, American artists. Pasando las páginas de estas vistosas revistas, examinando las ilustraciones y anuncios. Mónica sentía cómo sus antiguos prejuicios volvían cubiertos de una ola de suave repulsión. Quizá no era tanto el propio arte lo que la ofendía, sino la seriedad con que se presentaba y el valor claramente monetario que se le asignaba. Cuerdas enroscadas en el suelo de una galería, descargadas figuras de yeso blanco de diseño «humanoide», tiras negras sobre tableros luz a rota, banderas americanas llenas de pintura, una densa bobina de alambre de púas, Action painting, «escultura ensamblaje», «Arte Pop» Mónica se maravillaba ante las fotografías de un artista, un hombre de mediana edad, que se había quemado sistemáticamente con cigarrillos y que con un cuchillo se había hecho una curiosas muesquitas en la piel, y muy sumiso y orgulloso, aparecía como el heraldo de una nueva y revolucionaria forma de abordar el arte. Un celebrado artista había empaquetado varias islas de Miami en plástico rosa fosforescente, y otro artista, un poco menos celebrado, había expuesto la idea, solo la idea de envolver todo el globo en una materia semejante… En este contexto a Mónica no le sorprendió ver que Sheila Trask,
con sus telas no figurativas pero muy detalladas, era considerada como «conservadora» y hasta «tradicionalista».
Se describía su obra como una especie de expresionismo abstracto en su fase lírica; sin embargo, también se relacionaba con el minimalismo, hasta con un estructuralismo primario que, fuera lo que fuese, Mónica dedujo que tenía algo que ver con la escultura. La obra de Trask era ascética, hedonista, cerebral e impulsiva. Derivaba claramente del cubismo, pero no tenía un elemento de la Acción Painting y sobretonos de expresionismo alemán. Era predecesor suyo Hanson Hoffmann, a menos que no fuera Kooning y, por descontado, no había que desestimar nunca la influencia de Morton Flaxman. Un extenso artículo del American artist incluía una foto del estudio de Sheila Trask en la que se veía a la artista, con aspecto triste y abatido, muy joven y muy delgada, con las manos en los bolsillos de su mono entre dos enormes pinturas apoyadas en la pared, y a Mónica le parecía que Sheila en persona era mucho más interesante que sus pinturas. Aquellas telas inmensas, aquellos extraños hilos y lazos y manchas de pintura, aquellas superficies vacías… ¿Cómo se interpretaban? ¿Cómo se definían?
Mónica, desde luego, también se enorgullecía de su trabajo, pero no quería darle demasiado importancia: dar clases en la Glenkill Academy no era lo mismo que darlas en el Bronx, por ejemplo, donde se pone una prueba la capacidad de inventiva y la energía y valentía moral. Pero, semana a semana, iba tomando confianza. Se podría decir, quizá pronto se diría, que la señorita Jensen era uno de los profesores más populares. Al principio sus alumnos no se fijaban (¿por ser una mujer?… Ojalá fuera por eso), pero ahora estaban distendidos y agradables, se rían con sus observaciones humorísticas, parecían respetarla, trabajaban duro en lo que les ponían, y desde luego, estaban aprendiendo algo. En cuanto a la comunidad de Glenkill, los adultos, ellos también parecían aceptarla bien, incluso quizás un poco más que eso.
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