Amo a Dick. Chris Kraus. Alpha Decay, 296 páginas
En I love Dick Chris Kraus nos cuenta la historia de Chris Kraus, una videoartista que está a punto de llegar a los 40 y a quien a ese dolor de llegar al lugar o al tiempo en que uno deja de llamarse joven (ni siquiera con la ironía que supone hacerlo a partir de los 35), se le suma otro: ese que toda mujer lleva saboreando desde mucho tiempo atrás, más concretamente, desde que dejó de ser una niña, algo que ocurre no cuando se tiene el primer periodo o cuando una descubre ante el espejo que le han salido tetas, sino cuando empieza a saberse heredera de una tradición, o más bien de una civilización, en la que a su estirpe ―y me refiero, sí, a la de las mujeres― le han otorgado el papel de estar debajo, o de lado, o en silencio.
Reconozco que me acerqué a la novela solo porque Chris Kraus (el personaje) era videoartista, como yo. Eso, junto al hecho de que las dos fuéramos mujeres, eran en principio los dos únicos puntos fundamentales que teníamos en común. Sin embargo, aunque yo no amara a Dick ni pudiera tampoco amar a nadie con ese nombre, conforme iba leyendo me iba dando cuenta de que sí podía amar a quien, con tanta inteligencia, estaba armando una novela así, una novela que podía leerse como una actualización de Madame Bobary. Porque Amo a Dick no es únicamente una novela sobre el problema de ser mujer heterosexual hoy en día, es una novela sobre cómo ser eso y de cómo ser libre, pero genuinamente libre, es decir, con ganas de serlo de verdad, en la más pura y olorosa praxis, tan de verdad como para llegar a entender que existe la ficción en la propia vida, una ficción real que se llama sexo, pulsión, deseo, y que, por tanto, puede estar muy bien o incuso más que bien, si es eso lo que te sale del coño en ese pequeño espacio de libertad que es el único que tenemos, que te dominen en en la cama, o incluso, y esto sí que es contestatario, que te domine un hombre en la cama.
Tampoco es que vaya de eso la novela, lo advierto, pero advierto que eso está también en la novela (como está el postestructuralismo y la fenomenología, advierto también).
Hablemos sin tapujos de lo que hay en el propio título de la novela. Como casi todo el mundo sabe (mi madre no lo sabe, tiene 80 años y no sabe inglés pero lee mis artículos en el Blog del Guerrero, por eso especifico) «I love Dick» juega con el doble sentido. Por un lado podríamos traducirla como «Amo a Dick» y por otro como «Amo la polla», pues «Dick» se refiere al sexo masculino de forma coloquial. Así. Kraus puede estar jugando también, y pongámoslo en plural , que suena más normal, con algo así como «Amo las pollas» o incluso «Me encantan las pollas». Una feminista arriesgada esta Kraus. Pero es que de eso se trata ser feminista. De arriesgarse. De llegar al final. O de ser libre, ya que estamos.
Al dolor de ser mujer, al dolor de estar a punto de cumplir los 40, se suma el dolor de ser feminista y que te gusten las pollas, con todo lo que eso supone simbólicamente en la tradición patriarcal: que en ese estadio digamos onírico ―y no por ello menos real― del sexo, o por decirlo metonímicamente, las sábanas, a una mujer le guste ser sometida. Porque todo existe y todo debe tener su espacio, y tan absurdo era decirle a un gay que la sodomía iba contra natura en el XX como que en el siglo XX le digan a una feminista del XXI que va contra su naturaleza ―y la de las demás― que quieras ser dominada en el espacio simbólico de lo real que supone ese gran momento vital de abandonarse al deseo y follar.
De esto tampoco va la novela, no se engañen, aunque eso, tampoco se engañen (¿por qué os hablo de usted? ni puta idea) también esté en la novela. Que Chris Kraus se llame Chris Kraus y que sea un personaje no debe hacernos pensar que estamos ante un texto de autoficción, o sí, puede que lo estemos, pero con un añadido: la ficción va a proliferar en la realidad contada a través del juego identitario que se inicia con el estado amoroso, ese que nos interpela sobre quiénes somos y quienes son los demás, en un escenario ideal en potencia pues Kraus, que está casada con Sylvère, se enamora de un amigo de este, Dick (Dick Hebdige), y Sylvère no hace otra cosa que ayudar a Chris a conseguir su amor escribiendo junto a ella cartas de amor a Dick.
Enamorarse de un hombre, escribirle cartas, no suena a feminismo, suena a aquello en lo que siempre hemos caído, la convención a la que nos lleva nuestra sensibilidad, nuestra gran capacidad de amar. Ahora bien, si consigues que tu marido te ayude a enamorar a ese hombre, algo hemos empezado a cambiar, ¿no?
¿Y la idea de Lacan de que nos funda otro, de que es el afuera el que nos introduce y nos completa, de que somos paradoja, oxímoron, antítesis, polaridad? ¿Era de Lacan, a todo esto? Siempre lo leí de segunda mano y nunca lo entendí, como todo el que sí entiende a Lacan. Pues de esto tampoco va la novela.
La novela va de sonreír. De hecho, podría entenderse como un libro de autoayuda (si ampliamos el concepto tanto como para entender el Quijote como un libro sobre cómo vivir en el pasado): cómo sobrevivir en el mundo del arte siendo mujer. Cómo disfrutar del poder de la polla y empoderarte al mismo tiempo. Cómo sonreír mientras se sufre. Cómo leer a Flaubert. Cómo escribir cartas de amor a un amigo de tu marido y que tu marido te ayude a componerlas. Cómo querer a todas nuestras hermanas, incluso las que se dejan sodomizar cuando eso está cargadísimo de significación. (No hay sodomía o no en ese riguroso sentido en la novela, que nadie se engañe o se haga ilusiones).
Amo a Dick es una gran sonrisa llena de sororidad. Así se leen esta novela las heterosexuales y las que no, las que les gustan las pollas y las que no, las que les vuelven locas y las que no quieren verlas ni en pintura, escultura o videoarte. Sonriendo.
Este libro es para aquellas mujeres inteligentes que han leído Madame Bovary y han sentido empatía porque alguna vez han caído en la convención inevitable en que cae quien es humana, femenina, apasionada y real en un mundo en el que seguimos siendo, y lo que nos queda, forasteras.
La carretera 126 es un desvío por el que los camiones a Ventura rodean la estación de pesaje de la 101. Es un buen lugar para acelerar. Detrás de Fillmore, en un camino que lleva a la Nacional de Condor, se hacen carreras ilegales de coches trucados. Cuando la población de Condor se redujo a tres personas, las reunieron y trasladaron a otro lugar. La artista Nancy Barton recuerda un proyecto que en 1982 llevó a cabo Nan Border: localizó a lo largo de la carretera 126 los sitios donde habían sido asesinadas ocho autoestopistas y prostitutas, todos casos no resueltos, e instaló una placa junto a cada tumba improvisada.
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En 1972 la artista Miriam Shapiro inició en el CalArts un Programa de Arte Feminista. Si el proyecto cuajó fue sobre todo porque entonces su marido presidía la escuela. Pero, como el CalArts era una democracia jeffersoniana, Shapiro tuvo que pasarse seis meses haciendo de Sherezade: invitando a cenar a los jefes de departamentos, cada uno por separado, para embelesarlos y persuadirlos y garantizar los votos.
Según Faith Wilding, las artistas del programa querían «representar nuestra sexualidad de otras maneras más afirmativas (…) Para nosotras, “coño” designaba una conciencia despierta de nuestros cuerpos (…) [Hacíamos] dibujos y construcciones de rajas, agujeros y tajos sangrantes (…)». El programa duró un año. «Nuestro arte (…), que se proponía combatir los patrones formalistas», continúa Wilding, «fue objeto de críticas mordaces por parte de muchos hombres de la escuela».
Aquel año todas las alumnas de la clase de Judy Chicago hicieron una performance colectiva titulada Carretera 126. La directora Moira Roth recuerda: «el grupo creó una secuencia de acontecimientos que se desarrollaba todo el día a lo largo de la carretera. Empezaba con Renovación automovilística, de Suzanne Lacy, en la cual el grupo decoraba un coche abandonado, y finalizaba con las mujeres en una playa mirando cómo Nancy Youdelman, envuelta en metros de gasa, entraba despacio en el mar hasta que aparentemente se ahogaba». Hay una foto fabulosa del coche —un armatoste rosa Kotex varado entre las rocas del desierto— tomada por Faith Wilding. El maletero está abierto y el interior pintado de rojo menstrual. De la carrocería maltrecha se derraman hierbas del desierto como una enmarañada cabellera de Rapunzel. Según Performance Anthology: Source Book For a Decade of California Art, este suceso notable no tuvo por entonces ninguna respuesta en la crítica, aunque obras contemporáneas de Baldessari, Burden o Terry Fox merecieran trabajos de varias páginas. Dick, me pregunto por qué cualquier acto que en los setenta narrase la experiencia viva de las mujeres sólo se ha leído bajo las etiquetas de «colectivo» y «feminista». Los dadaístas de Zurich también trabajaban juntos pero eran genios y tenían nombres.
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Cuando al fin salí de la 126 a Antelope Valley Road realmente tenía que orinar. Tú me esperabas a las ocho y ya eran las ocho y cinco y de repente orinar se había vuelto un problema. No quería tener que hacerlo no bien entrara a tu casa, vaya torpeza, un signo delator de nerviosismo femenino. Sin embargo, considerando lo que sabía sobre la carretera 126, me daba miedo agacharme fuera del coche. Cada veinte segundos cortaban la oscuridad los faros de otro coche: ¿pueblerinos merodeando, polis, peones inmigrantes furiosos? Tomé la salida de Antelope Valley, apagué las luces y detuve el coche. Fuera la hierba estaba mojada de lluvia. ¿Quién fue, Marx o Wittgenstein, el que dijo que «cada pregunta, cada problema, lleva en sí la semilla de su solución o respuesta a través de la negación»? En el coche había un vaso de polietileno con el café a medio beber. Bajé la ventanilla, lo vacié y meé allí. El vaso se llenó antes de que la vejiga se aliviara del todo pero, qué diablos, el resto me lo aguantaría. Con las manos temblando volqué el vaso de orina en la hierba.
Quedó la prueba. Aún había en el polietileno varias gotas gordas; ¿y si olía? Tirarlo allí me daba miedo. Querido Dick, a veces sencillamente no hay respuesta correcta. Aplasté el vaso, lo arrojé debajo del asiento trasero y me sequé las manos. A esas alturas me sentía muy demacrada.
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