«Uno no pinta los cuadros que quiere pintar, sino los cuadros que quieren ser pintados; el cuadro te busca a ti».
Una mujer en primer plano. Absolutamente callada, silenciosa. Su pensamiento, su tictac interno resuena incesantemente en una habitación ocre gobernándolo todo. Sostiene un objeto en sus manos, lo observa como nunca antes había observado algo, como si pudiera ver a través de las aristas que definen su apariencia, o como si este le estuviera revelando el más verdadero y triste de los secretos. Ella acepta, comprende. Ha de ser así.
El silencio y la introspección mental de los habitantes de las pinturas de Antonio Montalvo (Granada, 1982) son tan penetrantes que atraviesan el plano pictórico, inundándonos de ese mutismo reflexivo. Si en el pasado el pintor nos situaba ante escenarios teatrales vacíos en los que advertíamos la turbación de una atmósfera que silenciaba un evento grave, ahora podemos sentir ese movimiento mental sigiloso y ensimismado, aunque desconocemos el porqué de tan mayúscula ocupación (o preocupación). Como ocurría en la pintura barroca, la simbología que encierra el tratamiento de la luz y los objetos es magnífica, superándonos constantemente. Como espectadores tan solo podemos elucubrar sobre los múltiples significados que dichos elementos destapan, nunca averiguar su verdadero signo. En esa grieta de maravillosa incertidumbre nos sitúa Montalvo. La intriga voraz que sus escenarios y personajes generan motiva esta entrevista.
Regina Pérez: Aunque parezca una cuestión medio manida, creo que preguntarte por tus referentes es totalmente lícito, pues tus obras exudan una atmósfera de otro tiempo. ¿Quiénes son tus maestros pictóricos y qué tomas de ellos?
Antonio Montalvo: La pintura está escrita en una lengua única, arcádica, cuya finalidad no es otra que la expresión del misterio del mundo. Los antiguos maestros nos siguen leyendo, continúan descifrándonos aún hoy. Son igualmente actuales, presentes, nos hablan de tú a tú: el alma humana es la misma siempre y en todo lugar. La esencia de lo absoluto (la belleza, la verdad, Dios) es inmutable ¿Cómo no ha de serlo? Velázquez, Rembrandt, Tiziano, Corot, Cezanne, Van Gogh o Picasso –soy poquísimo ocurrente– siguen encarnando la realidad milagrosa de las criaturas y de las cosas. Por otra parte, las herramientas con las que cuenta la pintura –compartidas con su hermana la poesía– son las que siempre ha tenido en su haber: las eternas preguntas sobre la vida. La pintura o la poesía surgen por cuanto más allá de todos nuestros esfuerzos, vivimos nuestra existencia como enigmática, como inmersa en una dimensión de misterio; el arte surge del sobrecogimiento ante el fondo misterioso de la realidad. No hay más. En cualquier caso, no concibo mi vida desde una posición diferente a la de espectador del arte. Podría dejar de pintar mañana mismo, muy tranquilamente, sin grandes aspavientos; en cambio, no podría renunciar a la condición de espectador. El arte en general, y la pintura en particular, han enriquecido mi vida de un modo inimaginable. Es el más firme asidero, algo en lo que apoyarme y encontrar esperanza. Por lo demás, al hilo de tu pregunta, se da la extraña circunstancia de que los cuadros más míos los han pintado otros pintores. Tal o cual bañista de Fantin-Latour, determinadas muchachas de Gwen John, Lotte Laserstein o Christian Schad, algún brumoso paisaje de Seiho Takeuchi. No son los mejores cuadros, ni siquiera los que más me gustan, pero son, irremediablemente, los más míos. Siempre me ha parecido muy higiénica la despreocupación por la originalidad. Las obras ajenas pueden iluminar rincones de nuestra alma ni siquiera sospechados. Volviendo de nuevo a la cuestión inicial, parece que mi trabajo hace el efecto de que ya ha pasado el tiempo sobre él. Incluso podría decirse que aspira a esa inactualidad que siempre va bien con la pintura, pero no porque yo me lo haya propuesto. No está compuesta con arreglo a un criterio determinadamente inactual; simplemente ha sido trabajada desde la libertad más absoluta. Afortunadamente, pintar un cuadro no tiene nada que ver con ser tradicional o moderno, clásico o vanguardista.
R.P.: Esa presencia tan evidente de la historia del arte en tus pinturas, tanto en el dominio técnico como en lo temático, me conduce a un concepto que creo tiene gran peso en tu obra: lo sagrado. Recuerdo Monodia (2016), por ejemplo, aquel cordero que reposaba moribundo (¿moribundo o desfallecido?) sobre una alpaca de paja. ¿Qué hay de esa iconografía sagrada en tu obra?
A.M.: Mi arcilla personal hunde sus raíces en la tradición cristiana, le preste o no mi íntimo asentimiento. Crecí en un entorno católico; y no puede olvidarse fácilmente aquello que en la infancia abre caminos en nuestra mente. De todo es sabido que el catolicismo –estética e iconográficamente hablando– encierra maravillosos tesoros. Por suerte para mí, el fértil encuentro con esta especie de relicario tuvo lugar a una edad muy temprana. Algunos de mis recuerdos más antiguos tienen lugar en la Abadía del Sacromonte, de cuyo cabildo formaba parte mi tío abuelo Andrés, sacerdote, a la sazón pintor aficionado. Mi tío no conducía, de modo que trajinamos con él en infinitas ocasiones. A escasos metros de su apartamento uno podía encontrar fácilmente obras de Risueño, Bocanegra o Juan de Sevilla. Pero la joya de la corona era La Virgen de la rosa de Gérard David, uno de los mejores trozos de pintura que se pueden ver en Granada, que ya es decir. Esta pequeña tabla flamenca fue la primera gran obra de la que tuve conocimiento directo. Hay encerrada allí una tensión espiritual profundísima, vida vuelta solo a sí misma. Años más tarde, ya en la carrera, y gracias a la mediación de mi tío, pude tener estudio en la Abadía. Se encontraba en las salas del antiguo museo (que hoy, tras una dudosa remodelación, vuelven a albergar el museo de la Abadía) y tenía la particularidad de carecer de luz eléctrica, por lo que debía pintar con luz natural. Era el estudio perfecto; solo faltaba un artista que lo ocupase (no sin cierta vergüenza puedo recordar los cuadros que allí perpetré). La intensidad de lo vivido en la Abadía del Sacromonte venía aumentada por el profundo contraste con mi realidad cotidiana en un minúsculo pueblo del norte de la provincia, Huélago, donde mis padres trabajaban como maestros. Insisto, no puede olvidarse fácilmente aquello que en la infancia abre caminos en nuestra mente. Sea como fuere, el cristianismo siempre me ha ofrecido un despojamiento natural, una realidad desasida, la sensación de caer en un pozo de rica simplicidad. Es algo infinitamente nuevo, completamente inexpresable. En cualquier caso, no sé ya nada de eso que se llama tan pobremente la vida o la muerte. Pero esa es otra historia. El cuadro del borrego, por el que preguntas, responde en buena medida a algo que siempre me ha llamado la atención en estas criaturas: habiendo de simbolizar el sufrimiento, no hacen pensar en él, sino en todo lo contrario, en familiaridad, suavidad, caricias.
R.P.: Muchas de tus últimas obras las protagoniza Irene Sánchez Moreno, talentosa pintora granadina y también tu pareja sentimental. ¿Existe en tu obra un uso poético de la musa?
A.M.: Eso quisiera yo saber. Uno pinta las cosas que le importan, aquellas que le incumben más íntimamente. Decía Juan Ramón Jiménez que el arte no puede ser otra cosa que la realidad vista con emoción. La pintura está hecha con la misma sustancia de la vida, y no me atraería para la mía otra posible realización que no estuviese vinculada a Irene. Sin ella no me conformaría con ser yo. No sabría dar un paso sin su apoyo y consejo. Además, puesto que su talento natural para la pintura es muy superior al mío, siempre tiene la última palabra sobre la elección del formato, sobre el planteamiento compositivo en cuestión, sobre cada uno de los aspectos que forman parte del día a día en el taller. Una cosa no está bien si Irene no dice que está bien.
R.P: En tu obra primero fue el espacio. En torno a 2008 los lugares arquitectónicos protagonizaban tu pintura… Después, esos espacios comenzaron a estar habitados, dejando ver las huellas de lo humano. Desde 2014, aproximadamente, lo animal se convierte en el principal foco de atención, conviviendo poco a poco con la figura femenina, la cual tiene una presencia fundamental en tu pintura hoy día. ¿A qué atiende dicha evolución?
A.M.: A estas alturas –o bajuras– lo único que puedo responder es que no lo sé. No lo sé porque no lo puedo controlar, nace de una radical desposesión. No pinto por una decisión de la voluntad: la pintura, como la poesía, surge o no, sin más. Uno no pinta los cuadros que quiere pintar, sino los cuadros que quieren ser pintados; el cuadro te busca a ti. ¿Qué es, si no, la inspiración? El bisbiseo que trae de improviso una imagen hermética, autónoma, completa. De todos modos, el elemento más crucial de una pintura es que debe de haber algo que no sea posible aprehender del todo. Si alguien supiera definir la pintura plenamente, se acabaría el secreto y el misterio que le son propios. ¿En cuántas ocasiones la palabra se nos ha revelado incapaz de alcanzar esa elemental aprehensión del mundo cuya encarnación es la pintura? En cualquier caso, vivo serena y alegremente mi ignorancia. Siempre me ha sorprendido la resistencia de la pintura ante las interpretaciones teóricas, ante los análisis estéticos o filosóficos, ante la revelación de cualquier rastro que pueda terminar evidenciando su naturaleza arcana, como si el pintor hubiese comprendido que la única respuesta posible ante la fibra central del misterio fuese el silencio. De todos modos, para profundizar en este asunto, podríamos decir que los grandes temas, quizá, se reduzcan a tres: la relación con el Creador (le prestemos o no nuestro íntimo asentimiento), con uno mismo y con el resto de la creación. No hay más. Decía Dámaso Alonso que toda poesía es religiosa, lo que no quiere decir, evidentemente, que todos los poemas se ocupen de Dios, de su ausencia o de la necesidad de Él. Mi punto de partida –o de llegada, según se mire– es el asombro por la existencia (bien podríamos no ser). A pesar de todo, el mundo es esencialmente bueno y hermoso. Por eso aspiro a una mirada maravillada, a la celebración de su certeza. Con relativa frecuencia achacan a mi trabajo una gravedad pesimista que no me resulta fácil desmentir; tal vez sea cierto que no se pueden alcanzar ciertas profundidades desde un estado diametralmente opuesto al melancólico. No obstante, pretendo que en mi pintura haya siempre un tono esperanzador, restañante («la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable», Stig Dagerman dixit). ¿Qué si no, sin excepción, comparten los pintores de mi canon? Dados un pino, un arroyo, un jilguero, una bañista, un girasol, una manzana, encaminarlos amorosamente a la plenitud de su significado, hallando dentro de cada cosa o criatura el rastro de su posible culminación. ¡Alabadas sean todas las cosas! ¡Santificadlas! nos dicen una y otra vez. En fin, cuánta palabrería para alguien que siempre ha sospechado que solo cuando se ha comprendido realmente la pintura, se deja uno de grandes discursos sobre la pintura.
R.P.: Tener exclusividad con una galería parece el sueño de muchos artistas que comienzan su carrera. Desde tu experiencia como pintor en exclusividad con la galería madrileña Espacio Mínimo, ¿cuáles son las ventajas/inconvenientes o circunstancias que pueden acarrear para un artista joven trabajar en exclusividad para una galería?
A.M.: La relación de exclusividad con Espacio Mínimo fue mi primera relación con cualquier galería. Tenía veinticinco años y hoy, once después, no conozco otra cosa. En mi caso, trabajar en exclusividad no me ha impedido colaborar con otras galerías, como Alarcón Criado (Sevilla) o Afa (Santiago de Chile). Además, el tutelaje que implica este tipo de relación encierra una estabilidad muy provechosa, al menos en mi caso. La proyección y la visibilidad que ofrece una galería como Espacio Mínimo han sido muy importantes para mí.
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