El Centro Guerrero ha dejado estos días de albergar obras para albergar cuerpos. Justo antes de la llegada de la exposición de Luis Gordillo, el edificio, vacío, ha sido ocupado por un proyecto donde el movimiento era a la vez sujeto y objeto artístico: Bailar ¿es eso lo que queréis?: irrupción en la idea de Libertad, comisariado por Ana Buitrago, Elena Córdoba y Jaime Conde-Salazar. Si en el arte moderno la instalación ha empezado a erigirse como el gran género contemporáneo por la relevancia que adquiere el observador –pues el foco, la perspectiva y el punto de vista lo elige él–, un proyecto donde el hecho artístico radica en el cuerpo, y más aún, donde los propios espectadores (en este caso, los asistentes al taller que aquí se ha propuesto) participan con su propio cuerpo, quizá pueda entenderse como un paso más allá de esos presupuestos donde el sujeto y el objeto artísticos rompen su marco y se desbordan mutuamente. Durante varios días, y en varias sesiones diurnas y nocturnas, los asistentes, primero, se han acercado al edificio del Centro Guerrero para estudiarlo y habitarlo, para entenderlo como un cuerpo con capacidad de acoger otros cuerpos. Después han indagado los recorridos y los movimientos que ese gran cuerpo, ese útero en que se ha convertido el museo, les ha invitado a hacer. Sin trayectos ni horarios preestablecidos, la búsqueda de comunión (de conspiración, en la acepción benévola que promueve el proyecto, entendida una respiración común) ha precedido a las invitaciones naturales que se han conformado en torno al baile y la lectura, individuales o grupales.
Cuando se ponen las libertades unas al lado de otras como fuerzas que se afirman negándose recíprocamente se llega a una guerra en la que se limitarán las unas a las otras.
Emmanuel Levinas
Entro en la primera planta, hay gente tumbada, respirando o durmiendo, abrazados algunos, y sigo hacia la segunda para no molestar. Allí el grupo Punk Buró está tocando sin descanso mientras dos bailarines se retuercen por el piso y un grupo de asistentes, sentados en el suelo, observan sus movimientos y echan vistazos a las paredes, donde se proyectan frases sobre fondos con cuadros de José Guerrero deconstruidos y móviles. Los bailarines se suceden. Aparecen. Ocurren. Sin aviso, sin tiempo jerarquizado. Y la música, la jam session de Punk Buró, ocurre, de igual modo. Un joven de ojos rasgados se resbala por la tarima como si fuera arena, como una duna que emigrara poco a poco.
La vinculación, en el estricto sentido de la palabra, es evidente. Entre todo. Todo es vinculante. Hay una atmósfera real de comunión, de pertinencia no verbal. Hasta yo, que estoy en guardia porque no quiero que me obliguen a bailar, o que me sienta obligada a ello (mi temor, a tenor de la idea de la propuesta, era absurda) empiezo a sentir esa confluencia. Solo el vigilante de sala aparece un instante, descontextualizando un rincón y dimensionando esa pertinencia comunal situada más allá de él: llega, mira a todos sitios, con tranquilidad, masticando su chicle, cada vez más rápido, hasta que lo acompasa a la música, llega un clímax y se va.
Todos los defectos son iguales. No hay más que un defecto: carecer de la facultad de alimentarse de luz. Puesto que, abolida esa facultad, todos los defectos son posibles.
Simone Weil
[Nota absolutamente prescindible: Una de las cosas que siempre me ha puesto en guardia con esa vinculación, absolutamente consecuente según un punto de vista –el la de la mayoría de la gente–, entre el libre albedrío y el baile, es que yo, al negarme a bailar por principio (por principio de libertad), siempre lo he sentido como absolutos antagonistas. Nunca he querido bailar y siempre que me han pedido hacerlo (o que han intentado obligarme: mi madre en las bodas, algunas parejas en casa o en bares) he sentido, precisamente, que mi libre albedrío sufría un intento de agresión exterior. Claro, es de suponer que soy yo, al hilo de lo que dicta el sentido común de la mayoría, la que, antes de sentir que me violentan al proponerme bailar, he dinamitado mi libre albedrío, o el libre albedrío de mi cuerpo, al negarme a dejarme llevar, o al negarle a él la posibilidad de que se deje llevar. Muchas serán las posibilidades discursivas en torno las causas de este hecho, pero quizá valga la pena en este texto poner una evidencia, por delante de las otras, esta (de modo que pueda esconder el hecho de que soy más bien una persona sosa o una persona con miedo a ver su cuerpo y su mente tan separados como para tener que pensar en que uno le dé permiso a otro para hacer lo que sea, y de paso poner énfasis en asuntos que van más allá de mi persona y pueden introducir un juego dialéctico más o menos ideológico): si bien el baile es, por definición, un acto de libertad individual, en las sociedades modernas occidentales, en las que todo el mundo baila en lugares y momentos concretos (al revés que aquí), puede ser visto también como una de esas acciones consensuadas por un exterior, como una acción no precisamente natural, sino obligatoria, ajena a la idea de libertad. Aquel movimiento que, definiéndose como libre, acompaña los ritos nocturnos de un ocio que ha sido fagocitado por un entramado económico que tiende a la alienación de aquellos que bailan –básicamente, por estructurar la libertad que despliega el acto de bailar, por ceñirla a un espacio y un tiempo destinado a no desbordar la linealidad laboral, o por desbordar esa linealidad de forma controlada, de modo que se perpetúe–, comienza a poner en duda la espontaneidad y la libertad que en principio se le presupone fundacional e intrínseco. Sin embargo, no estábamos en un bar y no era sábado. Al ver bailar a Elena Buitrago, a Ana Córdoba y a otros jóvenes bailarines en el Centro Guerrero, pude sentir esa libertad de la que siempre se habla cuando se habla de baile. La libertad era algo que, en efecto, podían ejercer ellos con sus cuerpos, y resumir o descodificar, de algún modo, con el movimiento. Espoleaban la libertad con el cuerpo, cosa que no puedo hacer yo, y discurseaban con los miembros a propósito, entre otras muchas cosas, de la libertad].
Nosotros no creamos el flujo del mundo ni las fuerzas gravitacionales, ni jamás podremos abolirlas, pero sí podemos bailar con ellas. Esta es una de las grandes manifestaciones de libre albedrío que nos han sido dadas: es preciso sentir, aunque sea de vez en cuando, toda la libertad del cuerpo.
Lucía Ortiz Monasterio
A la salida fui con un grupo de gente que había estado en el Guerero (la mayoría mujeres, había un hombre que, no sé si porque se sentía intimidado, solo hablaba del incendio y citaba a Segio Dalma) a tomar unas cervezas a un bar, donde surgieron ideas que lanzo aquí para que, tanto los comisarios como los participantes del taller puedan dialogar entre ellos, contestarnos algunas cosas y terminar de apuntalar un post sobre un evento que no fue posible seguir como espectador en todo su esplendor, de ahí las impertinencias, en el amplio sentido de la palabra, de este texto.
Paso a transcribir ideas o frases de esa reunión, que fue disfuncionalmente grabada con el móvil, por si alguna de ellas sirve para tirar del hilo en los comentarios de abajo.
–Parece que ya se ha ido el humo. ¿Qué era, un incendio?
–[…] Yves Klein fue el primer coreógrafo-pintor de la historia.
–[…] El baile con estructura se conforma en las clases altas como un modo de neutralizar la libertad del baile sin estructura de las clases bajas.
–Eso se ve en Titanic, sí. En cubierta y en los salones de arriba, los pijos bailaban con estructura, y luego hacían negocios, algunos sentimentales. Abajo era un caos. Los currantes estaban como en una rave. Y follaban.
–Bailar de lejos no es bailar.
–Siempre he visto el baile como la única experiencia surrealista posible. Muda, espontánea, efímera, vinculada al subconsciente…
–Pero bailar o no bailar ¿no se tratará de una cuestión de talento, o cuando menos, de vocación? ¿No es el hecho de que alguien anime a bailar a alguien sin talento ni vocación por bailar –con esa implícita acusación de que algo no anda bien en la relación que establece con su propio cuerpo y con el mundo (cosa que, en mi caso, acepto y asumo con un claro sentido consecuente de mí misma)– comparable a algo que jamás se le ocurriría hacer a nadie como tenderle un pincel y un lienzo a quien no siente ninguna vocación por pintar, acusándole de ser un soso que no se deja llevar?
–Está claro que no, que en el origen tribal del baile hay algo comunitario, público, colectivo y generalizado, y no así en la pinturas rupestres, probablemente destinadas únicamente a un sabio de la tribu más en contacto con lo espiritual, una especie de chamán o sacerdote.
–Pero también habría bastante dirigismo de los chamanes en los ritos corporales vinculados a lo que llamamos baile, ¿no?
–Por supuesto este proyecto no era para sacar a nadie a bailar, sino para mostrar, a quienes estuvieran dispuestos y predispuestos, los mecanismos que habitan en la práctica del baile, que pueden hacer comprender, sin los corsés de la palabra y el pensamiento, muchas ideas que las palabras y el pensamiento son incapaces de abordar.
–Por lo que a mí respecta a mí, Danzad, danzad, malditos, la película de Sydney Pollack de 1969, que vi a los siete años por primera vez, me impidió desde entonces vincular la común práctica corporal con la idea de libertad, sino con la idea de alienación.
–O que eres una sosa y ya está.
–O eso, sí.
–[…] Es que no es lo mismo el northern soul, que el flamenco, que la Macarena. Verdaderamente, solo veo libertad en el primero.
–¿En el flamenco no?
–¿Qué libertad hay al bailar sevillanas?
–Pero el flamenco es mucho más, hombre.
–[…] En realidad no digo que no haya libertad en bailar. Houellebecq, no sé en qué libro, decía que los dos únicos momentos en que el cuerpo conquistaba a la mente y comandaba sus actos estaban relacionados con la sentimentalidad y la sexualidad. Cuando te enamoras y no eres dueño de ti, o cuando estás teniendo relaciones sexuales. El abandono entonces es real. Y entiendo que al bailar también. Pero se hace raro pensar que en ese caso sea público. De las tres situaciones en que el cuerpo asume legítimamente el timón, el baile es el único que no pertenece a la intimidad.
–Yo por eso bailo solo en la ducha.
–De ahí que siempre lleves muletas o el brazo en cabestrillo.
–De ahí.
–[…] Kant o Hegel, ellos no creo que hayan bailado nunca. Nietzsche, seguro que sí. Digo en público.
–Rajoy, con todo, seguro que sí baila en público. Y seguro que lo hace tan mal como anda. Y que se la suda.
–[…] En la película de Pollack el baile es una condena. Lo mejor de la película es el público que mira. El sadismo.
–La vi hace mucho tiempo.
–El humo ya se ha ido.
–No era un ataque con napalm.
–Un incendio en Ganivet me han dicho.
–En Plaza Nueva.
–[…] En el proyecto, lo que se preguntan es ¿qué es lo que el cuerpo que baila es capaz de revelar acerca del ejercicio de la libertad? Baila quien le da la gana. Y quien baila en libertad, como los que hemos visto bailando, revelan algo al respecto de la libertad.
–El qué.
–Yo qué sé. No se sabe. No se puede verbalizar.
–A lo mejor lo que revela un cuerpo en libertad acerca del ejercicio de la libertad es la ausencia real de libertad que le impulsa a dejar de estar quieto.
–¿Estar quieto es lo que impide la libertad?
–Lo alienante es tener un cuerpo y vivir y no saber por qué.
–Por qué qué.
–Por qué vivimos. Por qué tenemos cuerpo. Qué es esto, el mundo, estar vivo. Estar vivo de lo más normal y de lo más absurdo.
–El mundo está más enfermo que nunca, o la Historia, si es que no se ha finiquitado ya. En la contemporaneidad, lo que hallamos inmerso dentro de prácticas habituales en otros periodos históricos adquiere un sesgo de enfermedad o de disipación de enfermedad. Estamos haciendo acopio de datos y sacamos conclusiones una vez que hemos terminado el camino. Y no tenemos ni idea de qué conclusión sacar de la Historia. Todo porqué está respondido de antemano con una negación, de ahí que todo sea percibido como susceptible de ser puesto en duda. Se baila, se escribe, se pinta, para soportar la inanidad de un mundo sin futuro.
–Sin religión.
–Sí. Antes por lo menos pensábamos que había prórroga. Ahora, esto es lo que hay y todo es susceptible de contener respuestas, pero en realidad no las hay.
–Con la palabra no. A lo mejor esa es la cuestión. Que hay a que atender otros lenguajes, como el del cuerpo. Después de Derrida, quién piensa que podemos usar la palabra. Me refiero en serio. Con verdadera intención de sacar conclusiones.
–Bailar pegados sí es bailar.
–De verdad, no encuentro el menor sentido a nada de lo que estáis diciendo. Y tú, deja ya de leer a Houellbecq. Te lo aconsejo.
–Cuando me case quiero que la dama de honor lea un fragmento de Las partículas elementales.
–¿Cuándo el protagonista va con su novia a una orgía y ella muere sodomizada por un extraño?
–No, uno más bonito todavía.
–Preguntadles algo a Elena y Ana, las jefas del proyecto. Os estoy grabando con el móvil.
–Eso es delito.
–¿El qué, preguntar?
–Sí, preguntar. Y grabar sin permiso.
–¿Qué vinculación hay entre el baile y el feminismo?
–Eso, qué vinculación hay. Pregunta eso.
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